Poemas y otras fantasías.

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sábado, 4 de abril de 2009

El castigo.



Aquella mañana se levantaron temprano. Tenían que recoger leña. Las dos hermanas harían esa tarea, mientras que la mayor ayudaría a su madre con el pan y los quehaceres de la casa. La madre les preparó el talego con el almuerzo. Mujer delgada, con su jareta trenzada en un moño, trabajadora, prudente y sabia; con una intuición fuera de lo normal. El padre les daba las indicaciones sobre cómo quería el tamaño de los haces que tenían que cargar. Les preparo las cuerdas, mientras se sumía en el silencio producido por una sordera que acarreaba desde joven.
Anduvieron el camino raudas, riendo anécdotas del día anterior. Rosario y María se parecían mucho físicamente, con la particularidad de que Rosario tenía un ojo de cada color; pero ambas lucían abundantes melenas rizadas de cabellos morenos. María era más alta y corpulenta, pero de un semblante dulce y hermoso.
La ladera les pareció ideal. El ramaje era abundante y de buen tamaño, así que extendieron las sogas en el suelo y empezaron a colocar la leña encima. Hicieron un alto cuando les apretó el hambre. Un tazón de malta con leche y migas de pan era el desayuno que habían tomado. No es que pasaran necesidades, pero no se desperdiciaba nada que se pudiera comer. Luego siguieron con la tarea, hasta finalizar atando aquellos fardos de ramas para acomodarlos en sus espaldas y regresar a casa.
El día salio caluroso, produciéndoles sudor debajo de aquellas camisas y enaguas que para nada conocían la depilación actual. Secaron sus frentes con el pañuelo, apremiándoles la sed del esfuerzo. Habían agotado la cantimplora de agua y el polvo les había secado la garganta. Se encontraban lejos del pueblo, así que optaron por comer los frutos de un madroño que había a la orilla del camino. Estaban un tanto calientes, pero tan sabrosos que les calmaron la sed y el calor.
A medida que avanzaban su andar se hacía cada vez más tambaleante. El manjar silvestre estaba haciendo su efecto. Las fuerzas mermadas por la borrachera ayudaron a que las dos jóvenes fueran perdiendo parte de la carga en su regreso a casa.
El padre estaba impaciente, el retraso de las muchachas le estaba molestando. Pensó que algún mozo les habría entretenido por el camino, a fuerza de piropos y lisonjas. Cuando las vio aparecer su cara enrojeció de ira. Parecían dos peleles cimbreantes, abotargados de risa. Con la lengua trabada intentaron explicarse sin resultados. La carcajada, la flojera y el miedo, las tenía invadidas. Él, por su sordera, interpretó la risa como una burla de las mujeres. Sin esperar más, el hombre las agarró a las dos, metiéndolas en la casa.
La madre y la hermana mayor abrieron la puerta y se extrañaron del silencio que ocupaba la casa. El padre, sentado junto a la chimenea, miraba fijamente al fuego y no les saludó. La mujer preguntó dónde estaban las chicas, sin obtener respuesta. Volvió a mirarle y vio aquel gesto que tanto conocía… Sin mediar palabra corrió hacía la cuadra.
Y allí las vio, colgadas de los pies, como carne de matanza. Llamó a la hermana mayor pidiendo socorro. Descolgaron a las muchachas que, enrojecidas y manchadas por los vómitos de la borrachera, lloraban ya sin fuerzas.
La mujer regreso a la estancia y miró de frente al hombre. No hicieron falta palabras, el reproche era evidente. Ese día, no se habló en la comida, ni en la cena. Después, al irse a dormir a la cama de hierro que ocupaba el dormitorio, sólo había dos cuerpos hundidos, cada uno en su hueco, sobre aquel colchón de borra…
(María, una de las protagonistas de este pequeño relato…era mi madre).

1 comentario:

Manu dijo...

Mucho habría que decir sobre este precioso texto que nos dejas. Historias que se adornan con el tiempo en que fueron, con esa sensibilidad que tu les das. Pero son historias que se repiten, miradas y silencios sin tiempos.