Poemas y otras fantasías.

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martes, 25 de enero de 2011

Una queja.


El estudio que lleva por título “Diferente a los 50”, revela que el 96% de las mujeres españolas en esa franja de edad se sienten queridas y activas; el 91% felices; el 74% independientes; y más del 70%, jóvenes y atractivas. Un 53% tiene aún hijos viviendo a su cargo; un 73% cuida de sus nietos una media de 4 horas al día, y un 11% atiende a personas dependientes. Sin embargo, se sienten invisibles y desconcertadas ante una sociedad que no tiene en cuenta sus necesidades. (Sacado de la red).


En algunas cosas coincido con parte del contenido de este artículo. Y ahora matizo: me siento activa y, en ocasiones, querida. Soy más independiente y, a ratos, más feliz. Sigo manteniendo mi espíritu joven, pero reconozco que no soy más atractiva. Tengo mis hijos viviendo conmigo, no tengo nietos, ni atiendo a personas dependientes (¡Ojala tuviera mis padres con vida!). Tengo estabilidad porque me la gano día a día, volvería a estudiar si se dieran otras circunstancias (pero me apremia más el trabajo). Cierto que no nos parecemos a las mujeres de generaciones anteriores: tenemos mejor salud, disfrutamos más sexualmente, somos más vitalistas. Confirmo las palabras de Rosario Martínez, pero la sociedad no nos ve así.
Desde que cumplí los 50 me cuesta muchísimo encontrar trabajo (¡Gracias divinos 426 euros!), en consecuencia me olvido de mi independencia económica. En cierta ocasión me llamaron para ser recepcionista, pero no pasé de ahí: mi edad y mis arrugas no eran buena carta de presentación. Me faltaban las “cachas” por todas partes. Y eso que a mi no me molesta que me reciba un señor mayor cuando voy a cualquier sitio. Mi salud es precaria aunque no mortal, pero a nadie le importa; se supone que divorciada, con hijos a cargo y sin empleo, soy carne de depresión diaria. A todo ello sumamos mi estado premenopáusico, por lo tanto, un problema para cualquier empresario. No obstante, me esfuerzo físicamente en cualquier trabajo que se presenta. Mi familia me quiere, pero no puedo evitar las confrontaciones con mis hijos (todos parados y en casa); que creen que es mi deber seguir al pie del cañón de esta puñetera crisis. Eso conlleva la merma de mi independencia para muchos aspectos de mi vida.
En cuestiones sentimentales, poco cambia. Te unes a un grupo de “singles” y sucede esto: eres una más, te tratan genial, conoces gente. Correcto, pero eso produce un efecto "pin-ball". Eres muy madura para la mayoría de los miembros de estos grupos (hay cantidad de hombres de menos de cuarenta), y los de tu misma edad no se fijan en ti, porque van como perritos en celo buscando una joven que no se parezca en nada a su vieja consorte (aunque hay excepciones). Se bebe más de la cuenta en estos encuentros, quizá para romper el hielo de un acercamiento. No me agrada terminar la noche con una persona a la que le cuesta mantenerse erguido y coherente. Fuera de estos grupos, cualquier aproximación es mera coincidencia. Recién separados que no saben vivir solos, o relaciones con un solo fin… Sexo sin amor, sin compromiso, “para hacernos compañía”. ¡Como si no supiéramos estar solas! Valemos para un polvo, pero no para una relación más seria (el que desee tenerla). Si te liberas eres un “zorrón” y si no lo haces… Mejor no vayas. Ellos nos ven como futuras cargas, es decir, mujeres doloridas, arrugadas, desganadas. Nos pesa la edad, la descalcificación, los partos… Y eso no les gusta. A nosotras tampoco. Ya no nos hace gracia lavar la ropa interior de nadie. Así que termino por dejar de “socializarme”.
En definitiva, que me quejo no sé si con razón o no, pero me quejo. ¿Qué reivindico? Me reivindico a mí. Mi ego. Mi café a media mañana, mi aperitivo con una cerveza a mediodía, mi paseo al atardecer y, como no, un buen libro o una buena melodía en la noche. Eso si, sin olvidarme de un abrazo al acostarme. Y como no tengo a quién darlo, pues les doy las buenas noches a mis perros, mientras me miran esperando que apague la luz. Porque hay que dormir y levantarse temprano.
Por eso dejé de celebrar mi cumpleaños… Me he prometido hacerlo el Día de mi Independencia. Estáis todos invitados.

viernes, 14 de enero de 2011

Rosario.



En estos días me he sentido agobiada, hasta el punto de faltarme el aire. Rompería a llorar para desahogarme, pero cada vez me cuesta más; e intento ahogarlo sin remedio. No es bueno para mis ojos. Sé las consecuencias de ello. Demasiadas responsabilidades e impotencia ante la falta de tiempo para dedicarles a mis hijos, a mis hermanos, a mis amigos, a mis perros… A mí. Un solo día desde ya no me acuerdo. Aunque me pudo el cansancio tanto, que el disfrute fue breve, muy breve.
Tenemos un proyecto entre manos, pero no puedo llevarlo a cabo sola. Es para ellos, mis hijos, quizá un futuro más o menos seguro. Y confían en que lo saque adelante, pero tiran demasiado del cordón umbilical que nos une todavía. Los problemas de mi ausencia en la casa les han obligado a “espabilarse”, y el descontrol es evidente. Al menos, en los últimos días ha habido una especie de consenso entre ellos. Se organizan para las comidas, las lavadoras y la justa limpieza. Luego llego y desaparecen, así que paso bastantes horas sola.
No es el síndrome del “nido vacío”, pero se parece. Por un lado, la dependencia que, desgraciadamente y debido a esta crisis, se ha creado en torno a mí. Soy su sustento. Por otro, la sensación de que “con lo que hemos hecho, estamos en paz”. Al final, pienso que es algo así como la “cuesta de enero”, pero emocional. Poco ha cambiado mi vida de un año a otro. Tengo las mismas deudas, los mismos problemas, vivo en la misma casa, sigo sin trabajo estable, etc.
Hoy ha sido un día agotador, tenso, injusto. No me ha gustado ver a Rosario (mi compañera), tan seria. Ella es mi apoyo, mi ánimo en el trabajo. No desfallece, siempre positiva, contagiosa. Me espuela como a los corceles hasta hacerme reír, tanto que terminamos con dolor de estómago. Es el abrazo diario, el que necesito si una lágrima intenta salir en los momentos más agotadores y dolorosos de la jornada. Una cómplice en las bromas, mi “otras manos”, la otra parte de este tándem que compartimos. Estoy feliz por haberla conocido. La quiero. Y cuando salimos del trabajo, se agarra a mi brazo (como las comadres de antaño), y hacemos balance de las horas compartidas, del resultado, de nuestras quejas y, también, de nuestras esperanzas. Con sus 28 años hace que muchos días olvide que mi cuerpo me duele por el esfuerzo, que siga, que continúe, que nos queda poco, que hacemos bien nuestra labor, que me guste lo que hago. Gracias.

domingo, 9 de enero de 2011

Los Reyes Magos.



Solía enviar la carta a los Reyes Magos como cada año. Recuerdo que, cuando vine a Enguera a vivir, me trajeron una muñeca. Eso conllevaba que (lo comprendí después), al año siguiente pidiera lo que pidiera, el regalo era un vestido para ella o el carrito; complementos para sumar el primer pedido. La encargada del vestuario era mi abuela. Un año le hacía un gorro, bufandita y patucos; y al siguiente un vestidito de lana. Eso duro unos tres años, los justos para cumplir ocho y descubrir “la verdad” de los Reyes Magos.
Mi madre me mandó hacer las camas de mis hermanos, era mi tarea diaria. Dos camas de “cuerpo y medio” en las que se repartían mis cuatro hermanos. Yo dormía en el fondo de la casa, junto a la cuadra. Mis abuelos, en la habitación contigua. Enfrascada en dejar las camas bien hechas, me fije en que había un paquete encima del armario. No recordaba haberlo visto el día anterior. Mi curiosidad de niña pudo más que el mandato de “no toques nada”. Me encaramé en una silla y, como pude, alcancé mi objetivo. Intenté no descomponer nada, para que no se notase que había “metido la mano donde no debía”. Había un juego de cocina de esos de latón, con sus cacitos, sartenes, tapaderas y algún cubierto. Pensé. “¡Esto es para mí!”. Volví a dejarlo todo en su sitio. Seguí limpiando la casa y obedeciendo lo que mi madre me iba ordenando, pero sin quitar la mente de aquel regalo. Era mío, estaba segura. No sabía si preguntarle a mi madre o callarme, por miedo a que me reprendiera por mi curiosidad. Al final, me armé de valor e hice la consabida pregunta: “Madre, ¿para quién es el regalo que hay encima del armario de los “cháches”?...” (Cháche, era el modo en que llamaba a mis hermanos mayores). Ella me miró de un modo que, en lugar de infundirme tranquilidad o esclarecimiento, me pareció un principio de regañina de grandes dimensiones. Como así fue… “Has mirado donde no debías, eso era un regalo para ti, un regalo de Reyes Magos. Así que, como lo has encontrado, sepas que los Reyes Magos son los padres. A partir de ahora se acabaron para ti.”.- me espetó con un semblante más que enojado. Aquello era una sentencia, una verdadera condena. Me sentí fatal, había terminado con algo que no sabía muy bien si me iba a perjudicar a mí e incluso a mis hermanos.
Los años siguientes fueron una rutina de cumplir con las formas de las fechas navideñas. Ya nunca fue lo mismo. Los Reyes dejaron de venir a casa. Es más, siguen sin venir… Aquel año, abrí mi regalo sabiendo lo que contenía… No tenía ni más curiosidad, ni más anhelo por el resto. Mi abuela nos hizo notar que encima de la mesa de comedor quedaba uno por destapar. No ponía nombre, nadie sabía de dónde había salido. Todos ignoraron el pequeño paquete, incluso yo. Ella me preguntó por qué no lo abría, a lo que respondí que no era para mí puesto que me había portado mal con mi descubrimiento. Me acerco a su regazo y dijo: “No importa, ese regalo seguro que es para ti. A veces, no importa lo que uno haga mal. Los Reyes Magos perdonan y los padres también. Se les pasará... ¡Ábrelo!”. Era una pequeña figura de la Virgen del Pilar, dentro de una especie de capsula de plástico transparente. Ella la había pedido para mí a unos parientes que tenía en Zaragoza. La coloqué en mi mesita de noche, no sin darle las gracias a mi abuela. Me dormí mirándola. De alguna manera me hizo entender que en esa noche no importa el regalo, sino la ilusión que acarrea en nosotros. Ser niño por una noche al año, aunque los Reyes Magos no pasen por tu casa…