Poemas y otras fantasías.

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lunes, 25 de mayo de 2009

La derrota.


“Todas las batallas en la vida sirven para enseñarnos algo, inclusive aquellas que perdemos…” (Paulo Coelho)


En ocasiones, vuelvo a sentir la misma opresora sensación de ahogo que me atenazaba el cuello dentro de aquella especie de balsa, que hacía las veces de piscina en verano. El resto del año, se utilizaba el agua recogida para el riego.
Éramos dos niñas pasando una tarde divertida, los adultos estaban ocupados en las tareas del campo, mientras jugábamos con los pies dentro del agua. Llevaba días aprendiendo mis primeras brazadas en el agua, mientras que mi amiga ya se sumergía con la seguridad de flotar sin hundirse. Hacía un par de años que vivíamos en el mismo barrio, y aunque mis padres no me dejaban salir la mayoría de veces; aquel día cedieron ante mi insistencia.
Mi falta de seguridad en el agua era obvia, así que intentaba no alejarme mucho de la escalera. Pero no era suficiente. Ella me animaba a dar un paso más en el aprendizaje. Mi cabezonería podía más que el sentido común. Además, nunca pensé que mis fuerzas podrían agotarse en un momento dado.
La silueta de Teresa se veía a través de aquella oscuridad. Era como ver un fantasma en medio de la noche. Braceé intentando alcanzarla, pero sólo conseguí cogerme de la parte inferior del bikini. El agua entraba por mi nariz y mi boca de forma que me parecía estar enchufada a un río entero. Sentí una patada cerca de la cara, otra en el brazo, en las manos… Ella intentaba desasirse de mí. Dejé de verla.
Lo último que recuerdo fue una fuerte luz que se encendió como por arte de magia, en medio de aquel agua que, cada vez, parecía más oscura. Alargué la mano para tocarla… Cuando abrí los ojos estaba cogida a la escalera, tosiendo, sacando agua, y llorando; mientras mi amiga me gritaba que casi la había ahogado. Por un instante, pensé que la podía haber matado, me sentí culpable; aun sabiendo que yo también me estaba ahogando. Regresé a casa sola. No conté nada a nadie. Nunca más volví a aquella balsa.
No quiero volver a ahogarme en la vida, pero no es fácil. Cada vez que reaparece esa sensación me hundo, me acurruco en mis rodillas, y miro al suelo. Vuelvo a ver el agua oscura, se hace de noche durante días, respiro con dificultad, mis fuerzas se agotan y sale agua de mis ojos. Sé que la luz está ahí, que en cualquier instante volverá a aparecer… Pero hasta ese momento, seguiré dando brazadas y alargando mi mano en la oscuridad.


“Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo…” (Julio Cortázar)

domingo, 24 de mayo de 2009

Parecidos...


Tengo tres gatos. Tres gatos que me piden comida, aseo, cuidados, calor...Pero que, como gatos que son, no me pertenecen; no me tienen más apego que el de ser su cuidadora, su nevera. Mi abuelo decía que los perros son del amo y los gatos, de la casa...Y así viven, acomodados en su hogar (que no es el mío), en sus habitaciones, en su mundo, en su futuro. Se dejan mimar y acariciar, pero no hay manera de echarlos del sofá. Cuando intentas algo, se vuelven contra ti, enseñando sus garras. Territoriales, independientes, no acatan normas.
Los gatos vagan por las noches de luna llena, maúllan, pelean...Para regresar al amanecer a casa, agotados; con la única intención de pasarse el día durmiendo.Excepto su trabajo de cazar ratones, poco más hacen. Sólo se ocupan de su propio aseo, marcando el territorio, de manera que todos sepan cuáles son sus dominios.
Nunca podrás dominar a un gato macho, se volverá contra ti. Mientras que las hembras volverán a casa cargadas de retoños y, de paso, que le sigas echando una mano en su crianza.Pero cuando encuentran un nuevo hogar donde abunda la comida, los ratones, los mimos y las salidas nocturnas; muchos de ellos se marchan sin mirar atrás, con esa cola enarbolada como bandera de independencia, pero sin cantar himno alguno. Porque el único himno que conocen es el suyo propio: su independencia.¿Será por eso que se parecen tanto a los hijos?

lunes, 11 de mayo de 2009

Maite.



Al poco de fallecer mi madre, mi padre ya estaba unido a otra mujer. No fue algo que me gustará en un principio. Añadir eso a nuestras diferencias existentes era algo duro. Dejando al margen todo esto, aquella mujer trajo consigo su hija Maite, el marido de ésta, y dos niños, Juanvi y Maite; que pasaron a formar parte de la “nueva” familia.
Los inicios no fueron fáciles, nos separaban muchas cosas; pero aquellos niños y mis hijos se encargarían de limar tanta aspereza. La complicidad que surgió entre ellos todavía perdura (aunque yo hace años que no les veo). Fue un cariño que creció gracias a que Maite, por su trabajo, pasaba tiempo fuera de casa; por lo que su madre los traía de vez en cuando al pueblo.
Nuestro primer encuentro fue un tanto nervioso, no obstante, ella agradeció el gesto porque quería que, al menos, se creara un buen ambiente entre nosotras; al margen de aquel precipitado matrimonio. Ella era hija única, yo estaba rodeada de hermanos, a pesar de ser varones; algo que me dijo echaba en falta. Y nos pusimos a la tarea de hacer de todo aquello una relación de amistad que nos vendría bien a todos. Costó bastante, apenas estábamos en los primeros pasos; cuando todo empezó a tomar un rumbo final. Ella se puso enferma…
Sin darnos tiempo a reaccionar, ella ya se encontraba en el IVO, con un cáncer terminal. Joven, bella, con una frondosa melena rizada de color azabache… Así era aquella casi hermana, que apenas había empezado a conocer. Cuando las noticias no eran nada esperanzadoras, conseguí que me permitieran visitarla. Pasé horas pensando en qué le podría llevar que le alegrara de alguna manera sus pocos ratos despierta (pasaba mucho tiempo sedada). Al llegar a la cabecera de su cama, me miró y sonrió… Le dije: “No sé si es lo más apropiado, ni siquiera sé si te gustará; pero pensé que lo que más te podía ayudar en estos momentos es escuchar el mar…Te he traído una caracola”. Abrió los ojos y volviéndose a su madre le dijo: “¡Mamá, mira…es una caracola!”. Para, a continuación, ponérsela en la oreja y cerrar los ojos susurrando: “Se oye el mar…” No la volví a ver, falleció a los pocos días. Cuando su madre regreso al pueblo, me comentó, que durante los ratos que permaneció despierta, ella pedía con insistencia la caracola. Se la ponía en su oreja y cerraba los ojos con aquella única frase: “Mamá, se oye el mar…”