Poemas y otras fantasías.

Os invito a visitar el blog de Poemas y otras fantasías. El enlace lo tenéis más abajo. Espero que os guste.

miércoles, 27 de enero de 2010

Diferentes...


¿Es malo ser diferente? ¿Comportarse diferente? ¿Sentir diferente? Si, es malo porque la sociedad te aparta, te niega, se burla, te veta o te teme. He visto un documental sobre una joven que se ve abocada a un punto en que la vida ya no importa, empujada por sus propios compañeros de clase. ¿Qué nos hace apartar a los “diferentes”?
Esta situación se da en los colegios, en el trabajo, en los chats y, peor aún, en las familias. “O estás con nosotros, o contra nosotros”… Ese sería el resumen de estas situaciones. En mi infancia me sentía diferente por llamarme María, recién llegada a un pueblo con abundantes nombres compuestos. Eres diferente si te ponen ortodoncia, gafas, aparatos ortopédicos, etc. Cosas que son puntuales para nuestra salud, pero que el resto ven como imperfecciones (léase el cuento “El patito feo”). Ser de diferente color, gordo, serio, triste, bajo, feo… La fisionomía es importante, seguida de la ropa, el nivel de vida, la apariencia. ¡Cuánto más si sientes o piensas distinto!
Mi hijo provoca que las personas se cambien de acera, simplemente por llevar el cabello largo y vestir de manera especial. Se le teme… Ir al colegio y no llevar ropa interior de marca, supuso un reproche de mi hijo menor hacia mí, porque se burlaban de él: -“Mamá, ¿por qué no me compras ropa de marca?”… Sólo pude responderle que mi economía no me lo permitía, dejando la duda en su cabeza de si “éramos pobres”.
No compro coca cola, ni galletas, ni leche, ni nada de marca… No puedo. Te dicen: -“Claro, es normal, aunque haces muy bien dada tu situación”; pero me queda la sensación de que me miran de reojo, por lo que prefiero no pensar en lo que opinan. Posiblemente peque de suspicacia.
He llegado a un punto en que tampoco me hace feliz integrarme en una sociedad que rechaza lo diferente. La consecuencia es mi “apartheid” voluntario. Siempre he intentado inculcar a mis hijos que nadie debe burlarse, apartar o negar a las personas que son diferentes. Que uno no debe pertenecer a un “club” que aísla a la gente por sus ropas, sus pensamientos o su economía. Que hay que ayudar y comprender. Aprender de todo lo que nos rodea. Ser humano hasta donde yo he podido aprender (sé que aún me queda mucho más)
Siempre me he sentido diferente, aún intento averiguar por qué. Tal vez, mi espejo este roto y vea una distorsión de la imagen que en él se refleja. Puedo estar equivocada, totalmente equivocada… Pero siempre intento que los de mi alrededor no se sientan diferentes, sino especiales… Porque amo al ser humano, la vida, la diferencia, la igualdad, la cercanía, la distancia y lo perfecto; porque no hay nada imperfecto en el mundo. Lo es desde el principio de la vida… Excepto nosotros y nuestras miradas.

lunes, 4 de enero de 2010

Dos miradas.


He empezado el año mirando atrás. He dibujado en el aire todas las miradas que he podido recordar, mirando al infinito para colocarlas en un muro y sentarme a observarlas. Y han empezado a aparecer, como en una película, las imágenes de esas miradas…
Mis ojos mirando los conejos del corral, en mi mano un pedazo de pan duro que iba rompiendo para echarles las migajas a través de la tela metálica. Tendría tres años, pero era algo que hacía cada día. Buscar la compañía de los animales y observarles. Dejarme rodear por sus cacareos, saltos, ladridos…
He visto mis ojos asustados ante la inundación de mi primera casa en Enguera; la desesperación de mi madre al despertarme, en la madrugada, para pedirme que sujetara un cubo porque una gotera enorme caía sobre mi cama. El agua llegaba hasta el colchón.
Las miradas de los compañeros de escuela, la de reprobación de los profesores, la de la regla golpeando las manos, los ojos enojados de mis padres ante mis travesuras, la cansada y tierna mirada de mi abuela al acostarme, los primeros ojos que hicieron revolotear mariposas en mi estómago y me hicieron sonrojar, las de deseo, envidia, miedo, felicidad, sorpresa; incluso las de los que dejaron de mirar para irse a otro lugar, otro universo (si es que existe); miradas llenando mi vida.
Las miradas de mis hijos al nacer, tan diferentes a las de ahora. Miradas perdidas, miradas de odio, de amor, de silencio, de llanto, de risas, de dolor, de paz… ¡Tantas a lo largo de estos años! Siempre dos miradas. La mía y la de la persona, cosa, animal o sentimiento que he tenido enfrente.
He subido a la terraza, para que mis perros corrieran e hicieran sus necesidades. Se ha puesto a llover y he vuelto a mirar. He mirado al cielo, a las nubes grises que cubrían el inmenso azul. La niebla rozaba el campanario de mi pueblo… Y he mirado como caía la lluvia en mi rostro, como mojaban mi cara las gotas heladas; erizando mi piel. He abierto los brazos para recibirlas, he cerrado los ojos para dejar de mirar; para sentir que, allí arriba, alguien me estaba mirando también. Y por un momento, éramos dos miradas en silencio, disfrutando como niños, gozando de la frescura, de los sueños, del abrazo único e inimitable que produce la lluvia al tocar la piel.
Mis perros me han reclamado, obligándome a despertar. Un tanto mojada, he vuelto a la casa, a poner la mesa y la comida a mis hijos. Les he mirado, pero están tan inmersos en sus vidas que sus ojos apenas se han cruzado con los míos. Sólo mis perros me han mirado fijamente para decirme con “sus miradas” que ellos también querían comer.

sábado, 2 de enero de 2010

La venganza.



Aquel día se presentaba, como tantos otros, con muchas probabilidades de que la luz fallara en cualquier momento. La tormenta iba arreciando por momentos. Truenos y relámpagos que, unidos a la lluvia, nos habían acostumbrado a este suceso. La línea eléctrica quedaba suspendida por horas, algo que sucedía mucho en el pueblo.
Siempre me ha dado mucha pereza el acostarme, por eso me hacía la remolona sentada al lado de la chimenea. Mis hermanos ya se habían ido a dormir, los tres mayores tenían que trabajar al día siguiente; aunque no recuerdo por qué se fue a la cama también el cuarto. Supongo que sería parte de lo que ocurrió aquella noche. Si no me falla la memoria yo tenía unos ocho años.
Definitivamente, la luz se fue. Mi madre y yo encendimos los candiles y velas que teníamos a mano. Me gustaba el olor del cirio encendido y de los aceites que alumbraban con algo que yo consideraba muy antiguo, sobre todo por la forma y el leve oxido que tenían aquellos artilugios. Dada la hora y el tiempo que hacía, me ordenaron irme a la cama, mientras yo rogaba que me dejaran un ratito más. En estas, se oyó la voz de mis hermanos que reclamaban les llevaran una jarra de agua porque tenían sed. “Anda, llévales una jarra a tus hermanos, María”.- ordenó mi madre. Yo protesté (cómo siempre), diciendo que “bien podían levantarse, que eran unos gandules y que parecía una criada”. Insistieron, así que no tuve más remedio que obedecer.
Cogí la jarra en una mano y, en la otra, una vela para alumbrarme. La casa era grande y ellos dormían en la parte delantera. Cuando llegué a la puerta del dormitorio, empujé suavemente para no tirar el agua. Como un terrible trueno me sonó la lluvia de cajas y zapatos que me cayó encima. Las habían colocado de forma que, al abrir, cayera como alud de nieve sobre mi cabeza. La jarra en el suelo, la vela apagada, mis hermanos muertos de la risa y yo rompiendo a llorar del susto que me habían dado. Mi madre acudió ante el estruendo, las risas y llanto mío. La verdad es que nos pasabamos el tiempo haciéndonos pelear unos a otros, pero casi siempre salía perdiendo yo. Al fin y al cabo, era la hermana pequeña. Cuatro chicos y yo, era un “toma y daca” diario.
Cuando me acosté, estaba llena de rabia y ansia de venganza. Así que me puse a maquinar la forma en “devolverles” lo que me habían hecho. Por suerte (o no), mi hermano Elías me había enseñado cantidad de cosas a su vuelta de la mili; entre ellas cómo hacer “la petaca” en la cama con una peseta. Dado que era yo la responsable de hacerlas cada día, vi el camino abierto para mis planes. Y así fue.
Hice las camas, no dije nada y, al llegar la noche, todos nos fuimos a dormir. Yo me reía por dentro pensando en la cara de ellos al no poder acostarse cómodamente. No calculé las consecuencias de aquello. Mis hermanos rompieron las sábanas al meter los pies. Avisaron a mi madre y se me fue la risa de golpe. Ni cuento los azotes que me dió y que todavía me duelen. Nunca más he vuelto a hacer “la petaca”. Ellos siguieron riendo durante un tiempo recordando mi “venganza”. Yo aprendí que vengarse no conduce a nada, ni te hace sentir mejor. Como mucho te satisface unas horas, pero termina doliéndote el trasero durante días.