Poemas y otras fantasías.

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lunes, 7 de diciembre de 2009

Domingo, distancias...


Nunca le gustaron los domingos. Incluso hubo un tiempo que los temía. Temía esa hora del aperitivo del mediodía, el momento en que tenía que prepararlo para su padre exactamente como él le había enseñado. Tenía que ser perfecto, estar a la hora en punto. Obtenía un “hoy te ha salido bien”, algo que para sus seis años era un premio. Sus ojos no levantaban mucha más altura que la del banco de cocina. Siempre necesitaba una pequeña silla para hacer aquella tarea dominical. En una ocasión le salto aceite en los ojos y sufrió quemaduras en el parpado, pero siguió con aquella tarea durante años.
A esto se sumaron otras circunstancias que la fueron alejando de ese vínculo que, se supone, debe existir entre padres e hijos. Sólo quedó bien asentado el temor acompañado de un respeto frío, nada de caricias, besos de cortesía y cero confidencias.
La llegada de la adolescencia supuso abrir el libro de normas de "cómo hacer de una joven una sumisa y hacendosa ama de casa"… ¡Porque lo digo yo! Rebelarse aumentó aquella lejanía ya establecida. Lo peor fue no sentir el apoyo de ese padre en un momento difícil de esa etapa. Eso la hizo sentirse culpable de algo que nunca provocó, tomando la determinación de dejar aquel trabajo maravilloso y aquella ciudad, para volver con más vergüenza que pena a casa.
(La vida sigue, se dan pasos, se hace familia, se tienen hijos… pero el pasado no cambia. Se queda ahí, escrito, guardado en la memoria. Llega el momento en que esos padres pasan a depender de los hijos… y ese despotismo sigue ahí. Siguen tratándote como si fueras aquel pequeño que temblaba ante la presencia paterna).
Muchos despropósitos habían acaecido en todo ese tiempo. Su madre murió, también su hermano (el más noble de todos), su abuela (abrazo nocturno escondido); tantas muertes a sus espaldas. Él estaba enfermo, había tenido un accidente de tráfico y se rindió. Dejó de luchar por recuperarse. Ella estalló, le reprochó su cobardía (cuando su posibilidades de vida eran muchas), le echo en cara su falta de amor, de comprensión, su tiranía, sus golpes, sus desprecios por ser mujer… para terminar llorando como una niña en sus rodillas. Con apenas un hilo de voz, él susurró: “No me importa vivir, ya no volveré a ser él que fui… puedes tirarme por el balcón”.
Hubo que ingresarlo de nuevo, su estado empeoró. Cuando le subieron a la habitación y ella entró a verle, él no la conocía. Le espetó: “¡Ya está aquí la puñetera enfermera que sólo viene a molestarme”. Al día siguiente, sentada a la orilla de su cama, mientras él deliraba en esa mente que perdía por momentos; le dijo calladamente: “¿Sabe una cosa?, creo que mi hija está muy preocupada, algo le pasa y no quiere decírmelo. Se lo noto en la cara”. Y ella le respondió: “Tu hija soy yo, padre…”
Pero él estaba muy lejos de allí, demasiado lejos como para escuchar aquellas palabras.