Poemas y otras fantasías.

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sábado, 2 de enero de 2010

La venganza.



Aquel día se presentaba, como tantos otros, con muchas probabilidades de que la luz fallara en cualquier momento. La tormenta iba arreciando por momentos. Truenos y relámpagos que, unidos a la lluvia, nos habían acostumbrado a este suceso. La línea eléctrica quedaba suspendida por horas, algo que sucedía mucho en el pueblo.
Siempre me ha dado mucha pereza el acostarme, por eso me hacía la remolona sentada al lado de la chimenea. Mis hermanos ya se habían ido a dormir, los tres mayores tenían que trabajar al día siguiente; aunque no recuerdo por qué se fue a la cama también el cuarto. Supongo que sería parte de lo que ocurrió aquella noche. Si no me falla la memoria yo tenía unos ocho años.
Definitivamente, la luz se fue. Mi madre y yo encendimos los candiles y velas que teníamos a mano. Me gustaba el olor del cirio encendido y de los aceites que alumbraban con algo que yo consideraba muy antiguo, sobre todo por la forma y el leve oxido que tenían aquellos artilugios. Dada la hora y el tiempo que hacía, me ordenaron irme a la cama, mientras yo rogaba que me dejaran un ratito más. En estas, se oyó la voz de mis hermanos que reclamaban les llevaran una jarra de agua porque tenían sed. “Anda, llévales una jarra a tus hermanos, María”.- ordenó mi madre. Yo protesté (cómo siempre), diciendo que “bien podían levantarse, que eran unos gandules y que parecía una criada”. Insistieron, así que no tuve más remedio que obedecer.
Cogí la jarra en una mano y, en la otra, una vela para alumbrarme. La casa era grande y ellos dormían en la parte delantera. Cuando llegué a la puerta del dormitorio, empujé suavemente para no tirar el agua. Como un terrible trueno me sonó la lluvia de cajas y zapatos que me cayó encima. Las habían colocado de forma que, al abrir, cayera como alud de nieve sobre mi cabeza. La jarra en el suelo, la vela apagada, mis hermanos muertos de la risa y yo rompiendo a llorar del susto que me habían dado. Mi madre acudió ante el estruendo, las risas y llanto mío. La verdad es que nos pasabamos el tiempo haciéndonos pelear unos a otros, pero casi siempre salía perdiendo yo. Al fin y al cabo, era la hermana pequeña. Cuatro chicos y yo, era un “toma y daca” diario.
Cuando me acosté, estaba llena de rabia y ansia de venganza. Así que me puse a maquinar la forma en “devolverles” lo que me habían hecho. Por suerte (o no), mi hermano Elías me había enseñado cantidad de cosas a su vuelta de la mili; entre ellas cómo hacer “la petaca” en la cama con una peseta. Dado que era yo la responsable de hacerlas cada día, vi el camino abierto para mis planes. Y así fue.
Hice las camas, no dije nada y, al llegar la noche, todos nos fuimos a dormir. Yo me reía por dentro pensando en la cara de ellos al no poder acostarse cómodamente. No calculé las consecuencias de aquello. Mis hermanos rompieron las sábanas al meter los pies. Avisaron a mi madre y se me fue la risa de golpe. Ni cuento los azotes que me dió y que todavía me duelen. Nunca más he vuelto a hacer “la petaca”. Ellos siguieron riendo durante un tiempo recordando mi “venganza”. Yo aprendí que vengarse no conduce a nada, ni te hace sentir mejor. Como mucho te satisface unas horas, pero termina doliéndote el trasero durante días.

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